Cerró la puerta de la habitación, de inmediato llamó mi atención, se pasea alrededor de la cama, insinuando que tiene frío, de pronto se detiene frente a mí, deja caer esa bata de noche con la que cubría su desnudez.
Con elegancia se desliza sobre mi hasta el otro lado de la cama y me dice:
«Aquí me tiene para que cumpla todo lo que me escribe».
Alcancé a percibir el enebro que aún aromatizaba su aliento, ese que queda impregnado después de un par de Gin Tonic.
Descubrí su rostro con mi mano retirando su cabello con gentileza hacía atrás de la oreja, acaricié su mejilla con mis dedos, sonrojando sus pómulos hasta sujetar la barbilla para darte un suave y tierno beso, inclinó su cabeza dejando ver su cuello, invitándome a caer en ese abismo.
Mi mano izquierda sujetó su cabeza jalando un tanto su cabellera, mientras con la derecha sujetaba firmemente su cintura, besé su cuello despacio sin apresurarme, fui dejando los catorce besos que caben en su cuello antes de llegar al pecho.
Escucharle resollar exhalando las notas de frutos rojos de lo que bebió, era afrodisíaco, con su cuerpo contoneándose entre mis brazos, encendiendo más y más el deseo de adorarle, sus caderas embravecidas agitándose, dibujando infinitos perfectos sobre mí.
El calor de mi boca y la humedad de mi lengua coronando las areolas que prominentes lucían en sus senos, el sudor recorría nuestros cuerpos, comenzando a vaporizar el deseo, su abdomen, la planicie de su cuerpo que recorro zigzagueando con mi lengua.
Entre tanto al sur de su cuerpo la lluvia comenzaba a empapar el paraíso, sus torneadas piernas se estremecieron, al sentir mis manos y mi boca besar cada palmo de su piel, sus uñas se enterraban en mi espalda y sus dientes trituraban mis hombros, me deseaba dentro de usted.
Mi balano erguido suplicante también escurriendo por penetrarle, el rocío de su flor escurrió por sus piernas, estaba todo listo, con firmeza me introduje dentro, abriéndome paso entre los delicados labios, sus pupilas se dilataron aun más al sentir el grosor de mi miembro.
Jadeante en cada embestida, cada inmersión de mi pluma le hizo sentir la pasión de mis letras y la lascivia de mis versos.
Se dió la vuelta dejando su espalda descubierta, sujeté su redondo y firme trasero, le volví a penetrar mientras mis manos le empujaban hacia la cama.
Esta vez eran las sábanas las que apagaban sus gemidos, sus manos las estrujaban para intentar contenerse, pero era tarde, sus peticiones habían sido escuchadas, sus:
«así deme duro», «hágame suya», «señor métalo todo» y «no pare siga por favor, siga».
Obedecí cabalmente y no me contuve, me entregué pleno a usted.
Le hice el amor, le hice mía, fue una noche de enero cuando le amé en la intimidad de mi habitación, en la privacidad de mi mente y con la lujuria de mis sueños. Ahora le hago el amor con la lascivia impregnada en la prosa de mis versos.